martes, agosto 31, 2010

El corazón de las tinieblas

Vuelvo a Beirut tras un largo mes en Barcelona. Llego de madrugada, como es habitual en los vuelos que proceden de Europa. Más que un aeropuerto, el International Rafik Hariri parece un “after”. A diferencia de los aeropuertos occidentales, en este su mayor actividad se concentra en las horas intempestivas de la madrugada.

Recorro en taxi las calles vacías del sur de la ciudad, los suburbios de mayoría Chií. Hay cierta actividad nocturna debido al Ramadán, algunos cafés abiertos a pie de carretera donde comprar cigarrillos o algún refresco. Algunas personas caminando por la calzada bajo las amarillentas y pálidas luces del alumbrado público, diletantes y sin rumbo concreto. Espectros sin rostro difuminados a la luz de las farolas.

El taxi recorre veloz, y con poco respeto por las normas de circulación, los escasos kilómetros hasta el barrio cristiano de Achrafieh. Estoy en Beirut. A medida que nos adentramos en esta parte de la ciudad los signos de actividad se reducen al mínimo, mostrando una faceta todavía más fantasmagórica y desolada de Beirut que me lleva a recordar los últimos acontecimientos que han tenido lugar durante mi ausencia. Me informan de que nada ha cambiado: los atascos, los bocinazos, el calor húmedo, las largas noches de verano, los bares y cafés llenos hasta la bandera y cómo no, los comunicados de Nashrala cada martes por la tarde. Siguen los ecos de oriente en occidente siempre tan distorsionados por nuestra ignorancia. Y cómo no, siguen las grúas y las operaciones de estética, el hormigón y la silicona. El verdadero material que alimenta los lúbricos sueños del Líbano.

El Líbano, el país enfermo al borde del colapso y a las puertas de Europa, aquejado del mismo mal que el Imperio Otomano padeció en los albores de la Primera Guerra Mundial. Quién sabe, quizá haya mucho de eso, al fin y al cabo este país no deja ser parte de los restos del naufragio de aquel tambaleante gigante con pies de barro. Su gran pecado fue creerse Occidente en Oriente. Como el Líbano.

Llegamos a casa y al bajar del taxi, la sofocante sensación de humedad estancada lo invade todo, provocando un silencio denso y tenebroso. El taxista ayuda a descargar las maletas y dice que no tiene cambio de un billete de 50 dólares. Es su discreta y elegante manera de exigir la propina, conocemos la estrategia y la aceptamos. Demasiado tarde para discutir. El taxista guarda el dinero en su bolsillo diciendo -Welcome to Liban sir-, sube a su coche y lo veo marchar rápidamente dejándonos solos en medio de la nocturna soledad urbana, mientras en la lejanía retumban unos fuegos artificiales en medio de la noche...o eso creemos. Pues eso, bienvenidos al Líbano.