Beirut es la mezcla perfecta de Oriente y Occidente, tolerancia y exotismo a partes iguales, quizá es parte de su encanto, ser la frontera o la puerta de entrada a otra realidad más lejana, pues tras las montañas que dan nombre al pequeño país artificial, a sólo 80 kilómetros de Beirut se encuentra la primera de las escalas de Oriente, Damasco.
Parada de las caravanas que tenían por origen el lejano imperio del centro, la capital de los Omeya, es la culminación del refinamiento musulmán, de su belleza y de sus mitos, es el aroma a jazmín en las tibias noches de verano. La tumba de Saladino. Son Las mil y una noches.
Decidimos ir a Damasco en un taxi colectivo, lo que significa compartir una furgoneta con varios pasajeros desconocidos que tienen el mismo destino. Es una manera cómoda y barata de viajar, la cual además te permite conocer gente muy interesante. En nuestro bautismo viajero tuvimos la suerte de coincidir con 3 encantadoras señoras que viajaban a Damasco a algún acto religioso que no supimos dilucidar, una familia Siria que volvía a casa y con Fadi, un joven sirio que llevaba un par de años viviendo en Beirut como auxiliar odontológico y que viajaba a Damasco para una revisión médica que debía presentar junto con otra documentación a la embajada de los EEUU para conseguir la residencia. Su novia era norteamericana y él había vivido en Philadelphia unos 10 años y amaba ese país tanto como odiaba el Líbano y sus anárquicas costumbres. Nos advirtió de algo que luego descubrimos, en Siria hay orden, hay leyes, a diferencia del Líbano.
La carretera a Damasco deja la ciudad para subir de manera repentina la abrupta montaña que constriñe la costa libanesa. Curvas y más curvas superan la primera gran montaña, el Monte Líbano, la primera de las barreras naturales que mantuvieron al Líbano aislado del Oriente desértico. El paisaje todavía es verde y al llegar a lo alto del puerto vemos a nuestros pies el frondoso valle de la Bekaa, viñedos, cultivos y agua, el antiguo granero de Roma. Ahora Hezhbola cultiva marihuana y hachis, siendo una de sus fuentes de ingresos más importantes, además de formar parte de una peregrina estrategia de debilitación de la juventud frívola de Tel-Aviv. Sobra decir que a los únicos a quienes ha debilitado realmente ha sido a sus indolentes milicianos.
Paramos en un pequeño pueblo a tomar un café y cambiar moneda libanesa por Siria, y a escasos 30 minutos llegamos a la frontera en la falda de la segunda estribación montañosa, el Antilíbano. La demora en las parcas y funcionales instalaciones de estética franquista es relativamente corta gracias a la colaboración de nuestro nuevo amigo sirio y una de las señoras que suplica cariñosamente al agente sirio que no nos ponga impedimentos. Coincidimos en la cola del visado con norteamericanos que viven en Damasco, donde aprenden y estudian la lengua árabe, pues parece ser que no hay otro lugar en el cual se hable la lengua como en la ciudad de la poesía, existiendo una población flotante de extranjeros que acuden a ella a estudiarla.
Decidimos ir a Damasco en un taxi colectivo, lo que significa compartir una furgoneta con varios pasajeros desconocidos que tienen el mismo destino. Es una manera cómoda y barata de viajar, la cual además te permite conocer gente muy interesante. En nuestro bautismo viajero tuvimos la suerte de coincidir con 3 encantadoras señoras que viajaban a Damasco a algún acto religioso que no supimos dilucidar, una familia Siria que volvía a casa y con Fadi, un joven sirio que llevaba un par de años viviendo en Beirut como auxiliar odontológico y que viajaba a Damasco para una revisión médica que debía presentar junto con otra documentación a la embajada de los EEUU para conseguir la residencia. Su novia era norteamericana y él había vivido en Philadelphia unos 10 años y amaba ese país tanto como odiaba el Líbano y sus anárquicas costumbres. Nos advirtió de algo que luego descubrimos, en Siria hay orden, hay leyes, a diferencia del Líbano.
La carretera a Damasco deja la ciudad para subir de manera repentina la abrupta montaña que constriñe la costa libanesa. Curvas y más curvas superan la primera gran montaña, el Monte Líbano, la primera de las barreras naturales que mantuvieron al Líbano aislado del Oriente desértico. El paisaje todavía es verde y al llegar a lo alto del puerto vemos a nuestros pies el frondoso valle de la Bekaa, viñedos, cultivos y agua, el antiguo granero de Roma. Ahora Hezhbola cultiva marihuana y hachis, siendo una de sus fuentes de ingresos más importantes, además de formar parte de una peregrina estrategia de debilitación de la juventud frívola de Tel-Aviv. Sobra decir que a los únicos a quienes ha debilitado realmente ha sido a sus indolentes milicianos.
Paramos en un pequeño pueblo a tomar un café y cambiar moneda libanesa por Siria, y a escasos 30 minutos llegamos a la frontera en la falda de la segunda estribación montañosa, el Antilíbano. La demora en las parcas y funcionales instalaciones de estética franquista es relativamente corta gracias a la colaboración de nuestro nuevo amigo sirio y una de las señoras que suplica cariñosamente al agente sirio que no nos ponga impedimentos. Coincidimos en la cola del visado con norteamericanos que viven en Damasco, donde aprenden y estudian la lengua árabe, pues parece ser que no hay otro lugar en el cual se hable la lengua como en la ciudad de la poesía, existiendo una población flotante de extranjeros que acuden a ella a estudiarla.
Continuamos el viaje animadamente mientras descendemos el Antilíbano; en el horizonte descubrimos la gran llanura que debe de ser Oriente Próximo, el paisaje es seco, ocre, a diferencia del Líbano, y al final del descenso, en el final de la cordillera vemos Damasco, ubicada en la transición entre la montaña y el desierto. Este será nuestro primer contacto con el Oriente genuino. Una urbe de casi 5 millones de habitantes que mantiene su aspecto de aldea medieval, como varada y dormida en uno sus legendarios cuentos.